Durante siglos, la lógica de la justicia y de la ética pública se sostuvo en una premisa básica: quien acusa debe probar. Pero en la era digital, esa frontera se ha invertido. Hoy, la viralidad se impone sobre la verdad, y la carga de la prueba se traslada —injustamente— a la víctima de la manipulación informativa.
Los ataques reputacionales ya no buscan sustentar un hecho, sino sembrar duda. Y en el ecosistema de redes, basta un tuit, un video manipulado o una publicación en apariencia “anónima” para que esa duda se multiplique sin freno. Lo grave es que, incluso cuando la falsedad se demuestra, el daño ya está hecho.
El caso de Brigitte Macron, esposa del presidente francés ilustra con crudeza esta dinámica. En 2021, una teoría conspirativa difundida por redes sociales aseguró que ella era en un hombre llamado Jean-Michel Trogneux, su propio hermano. La influencer Candace Owens, reconocida por su extremismo y abruptos cambios de opinión política, es quien en USA se ha dado la labor de difundir el tema escudada en la premisa de que los pervertidos son quienes gobiernan el mundo, en este caso habla de transexualismo y pedofilia, y deben ser desenmascarados. Ahora los Macron han demandado a Owens y tendrán que dar explicaciones invirtiendo el sentido elemental de la justicia: no será el agresor quien probará sus aseveraciones, sino la víctima quien se defenderá de la ficción sustentada en la versión de una “vidente” y un detective aficionado.
Algo similar ocurrió con Michelle Obama, objeto de teorías igualmente delirantes que cuestionaban su identidad de género. Los atacantes, amparados en la impunidad digital, solo necesitaban un rumor para instalar una sospecha. El costo reputacional, emocional y simbólico lo asume el atacado, no quien miente.
La inversión perversa de los roles ha transformado las estrategias de comunicación y defensa reputacional. Ya no basta con desmentir: la respuesta debe ser estratégica, planificada y sostenida. En un entorno donde la percepción es más veloz que la verificación, las víctimas deben actuar con criterio de gestión de crisis, aún siendo inocentes.
El campo de batalla ya no está en los tribunales, sino en la opinión pública. Las empresas, líderes y figuras públicas enfrentan hoy una presión inédita: probar su inocencia ante una audiencia que ya emitió juicio. La defensa no se da en el lenguaje jurídico, sino en el emocional y narrativo.
Por eso, la gestión estratégica de la reputación exige anticipación. Detectar ataques coordinados, construir comunidades de respaldo, y mantener coherencia discursiva se han vuelto esenciales. En este escenario, la verdad es necesaria, pero no suficiente: necesita relato, coherencia y persistencia para sobrevivir al ruido.
La paradoja contemporánea es que, mientras la información se democratiza, la credibilidad se fragmenta. La autoridad moral ya no la otorga el hecho comprobado, sino la viralidad. Eso obliga a las víctimas de campañas de desinformación a moverse del terreno jurídico al comunicacional, del silencio prudente a la acción estratégica.
La justicia digital —si así puede llamarse— no se gana con pruebas, sino con confianza. Defender la reputación hoy es defender el derecho a que la verdad no sea reemplazada por la sospecha. En un mundo donde cualquiera puede acusar sin demostrar, la inocencia también necesita estrategia y en dolorosamente en este rincón del planeta también ocurre así.
(Publicado previamente en Expreso)
Presidente Ejecutivo Alterno y Gerente General de OI Comunicaciones, asociada a Fleishman-Hillard.Director Ejecutivo del ITSU. Instituto Tecnológico Superior Urdesa.
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